martes, 23 de diciembre de 2014

Cuando el cine era mudo y la música ciega

Cuando el cine era mudo y la música ciega

Fidel Pablo Guerrero

A Wilma Granda

Portada de la partitura del pasodoble titulado Cine Ambos Mundos. Guayaquil,  ca. 1912. Consta el compositor de tendencia política liberal Antonio Cabezas. Foto: Pablo Guerrero.


El siglo XX en sus inicios se mostró promisorio para dos manifestaciones culturales; una que recién nacía -el cine- y otra ancestral -la música. Por esa época comenzaron a realizarse los primeros registros fonográficos y también los cinéticos; esto permitió que las producciones sonoras y visuales se pudieran mirar y escuchar repetidas veces, pero cada una por su propio andarivel.  

Es cierto que la música por su fuerza evocativa, dibujaba imágenes en la mente y, supongo que, algunas obras fílmicas permitían –imaginariamente- que se escuchase música; sin embargo habría de pasar un buen trecho para que música e imagen se engarzaran permanentemente.  Antes de que se asociaran imagen y sonido indisolublemente, era como si el cine fuera para sordos y la música para ciegos: imágenes que no se oían y sonidos que no se veían.

En esa circunstancia se procuró hacer oír al cine  en forma artificial, con pequeños conjuntos orquestales o solistas que -desde lo externo- acompañaban al denominado “cine mudo”. Las primeras bandas sonoras se presentaban en vivo y con algunos matices de improvisación de pianistas, conjuntos y bandas musicales.

Retrotrayéndonos un tanto, la noticia más antigua de proyección de imagen que he encontrado, en lo que fueron territorios de la Real Audiencia de Quito, corresponde a la  época colonial, hacia 1770. En el diario del padre Manuel Uriarte se apunta el uso de un titilimundi (al aparecer un aparato de ilusión óptica), que servía para impresionar a los indígenas, en aquel proceso descarnado de sometimiento económico y cultural:

“Los indios, con sus danzas, festejaron a nuestro Amo […]. Sirvió mucho a su diversión un pequeño titilimundi que me envió el Padre Irirarte, el cual puse hacia la pared que caía del aposento al corredor, enfrente de la escalera, con su agujero y lente, por donde con un ojo acechaban los indios a porfía, viniendo unos tras otros todo el día; por dentro mudaba yo de cuando en cuando unas cuarenta estampas pintadas que había, ya de los chinos llevados en hamacas, ya de ciudades, etc. Y con lo que aumentaba el lente por el espejo, estaban asombrados. Y sirvió esto a veces para alegrar a algunos, que por muertes de sus niños u otras desazones entre ellos pensaban volverse a los montes. Decían que era brujería, pero yo les desengañaba mostrando aparte las estampas”. (Uriarte, Manuel J. Diario de un misionero de Maynas. Colección Monumenta Amazonas. Perú, 1986. p. 373).

Luego según lo escribe el director de la Cinemateca y Filmoteca Ecuatoriana, Dr. Jorge W. Villacrés en su artículo “Historia del cine ecuatoriano” (1973), fue en 1870 que los profesores Wolf, Sodiro y Mente, que contrataría el presidente Gabriel García Moreno para la Escuela Politécnica, traerían entre sus equipos científicos  “La Linterna Mágica”, con una serie de diapositivas que fueron proyectadas por primera vez en Quito en 1874.  Agrega que, en 1902 en el Teatro Olmedo de Guayaquil se anunció una función del Biógrafo de Lumiére, más por no haber luz eléctrica ésta no se concretó sino hasta 1903, cuando se proyectó la corrida toros del célebre torero español Luis Mazzantini.

La crónica señala algo interesante, que después de ese año se hicieron algunas presentaciones con aparatos que traían empresarios que recorrían América con biógrafos y con  “aparatos de concierto Edison”. Cuáles habrán sido los aparatos de concierto? Las funciones se daban muchas veces en carpas de circo que se  traían expresamente,  pues muchas veces las poblaciones no contaban con salas adecuadas para este tipo de funciones.

Las películas que venían de fuera, como las primeras que se hicieron en el país, eran “mudas” o para llamarlas más eufemísticamente eran “silentes”, no tenían sonido. Sin embargo ya había premoniciones de que algún día se juntarían. Alguien –en Ecuador-  pensaba ya en 1907 que se podrían juntar el biógrafo, un mecanismo de proyección, con el fonógrafo, aparato mecánico que funcionaba con una cuerda que permitía escuchar  grabaciones en disco de pizarra:

“De atrayente podemos calificar [...] el cinematógrafo que se exhibe en el teatro Sucre, pues verdaderamente no se puede pedir mayor precisión ni naturalidad. Hemos llegado al convencimiento de que combinando el cinematógrafo con el fonógrafo llegaremos al caso de conocer sin necesidad de contratarlos expresamente, a todas las notabilidades del mundo artístico”. (Fuente: “Espectáculos”. En: El Imparcial. Quito, lun. 18 nov., 1907).

Los teatros no se inauguraron en nuestras  ciudades sino hasta mediados del siglo XIX para eventos dramáticos y líricos y fue hacia la primera década del siglo XX cuando llegaron –seguramente traído por algún aventurero - los aparatos de proyección de imágenes o “vistas”, como llamaban a una colección de imágenes, las cuales muchas veces no poseían guión alguno, sino que se las proyectaban una tras otra. De hecho en 1906 se proyectaron las “vistas” del Conservatorio Nacional de Música de Quito.

Años más tarde vendrían filmes más articulados, en los cuales los músicos acompañantes seguían con su ejecución la trama de la película, con música acorde a las múltiples situaciones que se presentaban en las imágenes y según los letreros explicativos que aparecían de vez en cuando a lo largo del filme.

Cuando se regularizó el uso de músicos en los cines, también surgieron las quejas de un público cada vez más exigente. En los medios de prensa es posible encontrar comentarios advirtiendo que las bandas no tocaban música apropiada para las películas y decían que muchas veces con solo el afán de congraciarse con la “galería” tocaban yaravíes y pasillos de la “peor calaña”.

“En materia de costumbres públicas cada día se hace algo censurable, y con la tolerancia ese algo se convierte fácilmente en costumbre. Han dado en entrar a las funciones del biógrafo las bandas militares; no a hacer música, sino una de ruidos estridentes e insoportables, impropios de un salón y buenos para tolerarse al aire libre, a dos cuadras mínimum de distancia… y eso en Conocoto o en Alangasí. Y lo peor es que de vez en cuando se les ocurre a los músicos salir con unos tristes que a cuadras saben a chica de jora”.  (Fuente: “Las bandas en el Teatro”. En: El Comercio. Quito, mar. 22 feb., 1910. p. 1).

En 1930 se publica otra  nota periodística señalando lo contradictorio que resultaba la música con las situaciones visuales:

“[…] ¿cómo es posible que la orquesta se lance con un trivial fox americano? En cambio cuando vemos en el cuadro una pista de baile de cabaret y una escena propia de Mont-Matre o Montparnase, la danza epiléptica de una Josefina Backer o de un coro de Filipinas vestidas de taparrabos, ¿cómo es posible que la orquesta toque una hoja de álbum? Cuando ahí, precisamente, debía desgranar el más endiablado black-boton, en estilo jazz-band
“Mientras en la pantalla se ve bailar un fox, la orquesta está con un tango y viceversa; todo esto porque no les importa el público; los músicos van ahí, por ir, tocan por tocar, no hay cooperación, no hay interés alguno por nada, salvo el asegurarse el jornal…
“Y así, de desastre en desastre, debemos soportar un programa arbitrario, un pasillo, un tango y un fox, en toda la noche; pues, el pianista sustituye a la orquesta, mientras los señores músicos pasan a las primeras butacas a sumarse al público y disfrutar de la película”. (Ramiro. “El comentario musical en el cine”. En: El Comercio. Quito, mie. 12 mar., 1930. p 5.)

Para los años 20’s comenzó la preocupación por hacer largometrajes de contenido local y por registrar una especie de cine documental etnográfico. Entre las primeras películas de estas características que se hicieron en el Ecuador figuran El Tesoro de Atahualpa y Se necesita una guagua, dirigidas por Augusto San Miguel. En 1924 se filmaron las primeras películas de tipo montubio, según  lo refiere el mismo Jorge Villacrés, con argumentos del montubianista Rodrigo Chávez González, que fueron rodadas por el italiano Carlos Bocaccio y el camarógrafo José Ignacio Bucheli en la hacienda Angélica.

En 1926 Bocaccio realiza una filmación del Oriente ecuatoriano, con el mismo  Bucheli como operador cinematográfico. La película buscaba “revelar los misterios de la vida primitiva en la región amazónica ecuatoriana”. El periódico El Día comentaba sobre el asunto:

Con el mismo entusiasmo con que inició en el Ecuador la propaganda artística sobre la cinematografía, el señor Carlos Bocaccio, espíritu inquieto e idealista, ha acometido una empresa que es digna de mayor elogio. Sin más concurso que su propia iniciativa, poniendo en juego sus limitados recursos…. En la empresa de tomar una impresión cinematográfica de la vida de nuestro rico Oriente Ecuatoriano, que posee tantos y tan ignorados secretos de belleza y de grandiosidad, por sobre los cuales ha pasado la indiferencia con su acostumbrada pose de desprecio por las cosas que realmente valen.” (“Una película sobre el Oriente Ecuatoriano”. El Telégrafo. Guayaquil, 14 feb., 1926. p. 7).

Lo que podría llamarse un documental etnográfico se registró en la región oriental en 1926.


El periódico en mención aconseja que el gobierno recompense al productor así como que adquiera una de las copias que se realizarían en Italia de esta filmación; ignoramos si eso se hizo. En 1929,  El Día señalaba como noticia destacable que en EEUU se había exhibido un filme de los Jíbaros (“Los jíbaros exhibidos en Estados  Unidos”. En: El Día. Quito, sábado 6 de abril, 1929. p. 1.).

Antes de que se lograran los avances como el sonido integrado a los filmes y  las películas a color, músicos como José Ignacio Canelos (Imbabura, 1898-1957), Luis Humberto Salgado (Cayambe, 1903-1977) y Julio Cañar (Baños, 1898-1986) en la capital se desempeñaba como acompañistas de cine. Tocaban trozos de música de diversos autores (generalmente música europea o de moda) o improvisaban según el acontecimiento de la película.

Lo más llamativo de esto resulta cuando en los años 30’s se hicieron “películas musicales”, aunque sin sonido. Es el caso de Guayaquil de mis amores, producción que tenía como fuente el  título de un pasillo creado por Nicasio Safadi y texto de Lauro Dávila. Así mismo, se presentaría La divina canción, título de un nocturno del cantante y compositor Enrique Ibáñez Mora.

Cuando la película Guayaquil de mis amores se estrenó en Quito, en el “Teatro Sucre” se contrataron 20 ejecutantes para que “sincronizaran” la música del pasillo Guayaquil de mis amores cantado por un dueto quiteño.

Anuncio que apareció en un medio de prensa quiteño, 1930.


A mediados del siglo XX llegó el momento para dotar  al cine ecuatoriano de sonido. En 1950 se promocionaba “la primera película parlante quiteña”. Se trataba de la producción Amanecer en el Pichincha (pasión andina) de Ecuador Sono Films. Una tragedia amorosa dirigida por Alberto Santana (1899-1966), cuyo fondo musical habría sido puesto por la Orquesta de Luis Aníbal Granja y contaba además con la actuación de la agrupación Los Trovadores de Quito (Jorge Ayala, Ernesto Rodas y Guillermo Quirola). De aquí para adelante los músicos que actuaban en los teatros acompañando las películas mudas fueron desplazados y desde entonces el cine y la música se conjugaron en uno para ser lo que conocemos ahora como audiovisuales.






Programa de mano de la película Amanecer en el Pichincha. Quito, 1950. Cortesía Sr. Quirola.

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