Cuando el cine era mudo y la música ciega
Fidel Pablo
Guerrero
A
Wilma Granda
Portada de la partitura del pasodoble titulado Cine Ambos Mundos. Guayaquil, ca. 1912. Consta el compositor de tendencia política liberal Antonio Cabezas. Foto: Pablo Guerrero. |
El siglo XX en sus inicios se mostró
promisorio para dos manifestaciones culturales; una que recién nacía -el cine-
y otra ancestral -la música. Por esa época comenzaron a realizarse los primeros
registros fonográficos y también los cinéticos; esto permitió que las
producciones sonoras y visuales se pudieran mirar y escuchar repetidas veces,
pero cada una por su propio andarivel.
Es cierto que la música por su fuerza
evocativa, dibujaba imágenes en la mente y, supongo que, algunas obras fílmicas
permitían –imaginariamente- que se escuchase música; sin embargo habría de
pasar un buen trecho para que música e imagen se engarzaran permanentemente. Antes de que se asociaran imagen y sonido indisolublemente,
era como si el cine fuera para sordos y la música para ciegos: imágenes que no
se oían y sonidos que no se veían.
En esa circunstancia se procuró hacer oír al
cine en forma artificial, con pequeños
conjuntos orquestales o solistas que -desde lo externo- acompañaban al
denominado “cine mudo”. Las primeras bandas sonoras se presentaban en vivo y
con algunos matices de improvisación de pianistas, conjuntos y bandas musicales.
Retrotrayéndonos un tanto, la noticia más
antigua de proyección de imagen que he encontrado, en lo que fueron territorios
de la Real Audiencia de Quito, corresponde a la
época colonial, hacia 1770. En el diario del padre Manuel Uriarte se
apunta el uso de un titilimundi (al aparecer un aparato de ilusión óptica), que
servía para impresionar a los indígenas, en aquel proceso descarnado de sometimiento
económico y cultural:
“Los
indios, con sus danzas, festejaron a nuestro Amo […]. Sirvió mucho a su
diversión un pequeño titilimundi que me envió el Padre Irirarte, el cual puse
hacia la pared que caía del aposento al corredor, enfrente de la escalera, con
su agujero y lente, por donde con un ojo acechaban los indios a porfía,
viniendo unos tras otros todo el día; por dentro mudaba yo de cuando en cuando
unas cuarenta estampas pintadas que había, ya de los chinos llevados en
hamacas, ya de ciudades, etc. Y con lo que aumentaba el lente por el espejo,
estaban asombrados. Y sirvió esto a veces para alegrar a algunos, que por
muertes de sus niños u otras desazones entre ellos pensaban volverse a los
montes. Decían que era brujería, pero yo les desengañaba mostrando aparte las
estampas”. (Uriarte, Manuel J. Diario de un misionero de Maynas.
Colección Monumenta Amazonas. Perú, 1986. p. 373).
Luego según lo escribe el director de la
Cinemateca y Filmoteca Ecuatoriana, Dr. Jorge W. Villacrés en su artículo “Historia
del cine ecuatoriano” (1973), fue en 1870 que los profesores Wolf, Sodiro y
Mente, que contrataría el presidente Gabriel García Moreno para la Escuela
Politécnica, traerían entre sus equipos científicos “La Linterna Mágica”, con una serie de
diapositivas que fueron proyectadas por primera vez en Quito en 1874. Agrega que, en 1902 en el Teatro Olmedo de
Guayaquil se anunció una función del Biógrafo
de Lumiére, más por no haber luz eléctrica ésta no se concretó sino hasta 1903,
cuando se proyectó la corrida toros del célebre torero español Luis Mazzantini.
La crónica señala algo interesante, que
después de ese año se hicieron algunas presentaciones con aparatos que traían
empresarios que recorrían América con biógrafos
y con “aparatos de concierto Edison”.
Cuáles habrán sido los aparatos de concierto? Las funciones se daban muchas
veces en carpas de circo que se traían
expresamente, pues muchas veces las
poblaciones no contaban con salas adecuadas para este tipo de funciones.
Las películas que venían de
fuera, como las primeras que se hicieron en el país, eran “mudas” o para
llamarlas más eufemísticamente eran “silentes”, no tenían sonido. Sin embargo
ya había premoniciones de que algún día se juntarían. Alguien –en Ecuador- pensaba ya en 1907 que se podrían juntar el
biógrafo, un mecanismo de proyección, con el fonógrafo, aparato mecánico que
funcionaba con una cuerda que permitía escuchar
grabaciones en disco de pizarra:
“De atrayente podemos calificar
[...] el cinematógrafo que se exhibe en el teatro Sucre, pues verdaderamente no
se puede pedir mayor precisión ni naturalidad. Hemos llegado al convencimiento
de que combinando el cinematógrafo con el fonógrafo llegaremos al caso de
conocer sin necesidad de contratarlos expresamente, a todas las notabilidades
del mundo artístico”. (Fuente: “Espectáculos”. En: El Imparcial. Quito, lun. 18 nov., 1907).
Los teatros no se inauguraron en nuestras ciudades sino hasta mediados del siglo XIX
para eventos dramáticos y líricos y fue hacia la primera década del siglo XX
cuando llegaron –seguramente traído por algún aventurero - los aparatos de
proyección de imágenes o “vistas”, como llamaban a una colección de imágenes,
las cuales muchas veces no poseían guión alguno, sino que se las proyectaban una
tras otra. De hecho en 1906 se proyectaron las “vistas” del Conservatorio
Nacional de Música de Quito.
Años más tarde vendrían filmes más
articulados, en los cuales los músicos acompañantes seguían con su ejecución la
trama de la película, con música acorde a las múltiples situaciones que se
presentaban en las imágenes y según los letreros explicativos que aparecían de
vez en cuando a lo largo del filme.
Cuando se regularizó el uso de músicos en los
cines, también surgieron las quejas de un público cada vez más exigente. En los
medios de prensa es posible encontrar comentarios advirtiendo que las bandas no
tocaban música apropiada para las películas y decían que muchas veces con solo
el afán de congraciarse con la “galería” tocaban yaravíes y pasillos de la
“peor calaña”.
“En
materia de costumbres públicas cada día se hace algo censurable, y con la
tolerancia ese algo se convierte fácilmente en costumbre. Han dado en entrar a
las funciones del biógrafo las bandas militares; no a hacer música, sino una de
ruidos estridentes e insoportables, impropios de un salón y buenos para
tolerarse al aire libre, a dos cuadras mínimum de distancia… y eso en Conocoto
o en Alangasí. Y lo peor es que de vez en cuando se les ocurre a los músicos
salir con unos tristes que a cuadras saben a chica de jora”. (Fuente: “Las bandas en el Teatro”. En: El Comercio. Quito, mar. 22 feb., 1910. p. 1).
En 1930 se publica otra nota periodística señalando lo contradictorio que
resultaba la música con las situaciones visuales:
“[…] ¿cómo es posible que la orquesta se lance con un
trivial fox americano? En cambio
cuando vemos en el cuadro una pista de baile de cabaret y una escena propia de
Mont-Matre o Montparnase, la danza epiléptica de una Josefina Backer o de un
coro de Filipinas vestidas de taparrabos, ¿cómo es posible que la orquesta
toque una hoja de álbum? Cuando ahí,
precisamente, debía desgranar el más endiablado black-boton, en estilo
jazz-band…
“Mientras en la pantalla se ve bailar un fox, la orquesta está con un tango y viceversa; todo esto porque no
les importa el público; los músicos van ahí, por ir, tocan por tocar, no hay
cooperación, no hay interés alguno por nada, salvo el asegurarse el jornal…
“Y así, de desastre en desastre, debemos soportar un
programa arbitrario, un pasillo, un tango y un fox, en toda la noche; pues, el pianista sustituye a la orquesta,
mientras los señores músicos pasan a las primeras butacas a sumarse al público
y disfrutar de la película”. (Ramiro. “El
comentario musical en el cine”. En: El
Comercio. Quito, mie. 12 mar., 1930. p 5.)
Para los años 20’s comenzó la preocupación
por hacer largometrajes de contenido local y por registrar una especie de cine documental etnográfico. Entre
las primeras películas de estas características que se hicieron en el Ecuador
figuran El Tesoro de Atahualpa y Se necesita una guagua, dirigidas por
Augusto San Miguel. En 1924 se filmaron las primeras películas de tipo
montubio, según lo refiere el mismo
Jorge Villacrés, con argumentos del montubianista
Rodrigo Chávez González, que fueron rodadas por el italiano Carlos Bocaccio y
el camarógrafo José Ignacio Bucheli en la hacienda Angélica.
En 1926 Bocaccio realiza una filmación del
Oriente ecuatoriano, con el mismo Bucheli como operador cinematográfico. La
película buscaba “revelar los misterios de la vida primitiva en la región
amazónica ecuatoriana”. El periódico El
Día comentaba sobre el asunto:
“Con el mismo
entusiasmo con que inició en el Ecuador la propaganda artística sobre la
cinematografía, el señor Carlos Bocaccio, espíritu inquieto e idealista, ha
acometido una empresa que es digna de mayor elogio. Sin más concurso que su
propia iniciativa, poniendo en juego sus limitados recursos…. En la empresa de
tomar una impresión cinematográfica de la vida de nuestro rico Oriente
Ecuatoriano, que posee tantos y tan ignorados secretos de belleza y de
grandiosidad, por sobre los cuales ha pasado la indiferencia con su
acostumbrada pose de desprecio por las cosas que realmente valen.” (“Una
película sobre el Oriente Ecuatoriano”. El
Telégrafo. Guayaquil, 14 feb., 1926. p. 7).
Lo que podría llamarse un documental etnográfico se registró en la región oriental en 1926. |
El periódico en mención aconseja que el
gobierno recompense al productor así como que adquiera una de las copias que se
realizarían en Italia de esta filmación; ignoramos si eso se hizo. En 1929, El Día
señalaba como noticia destacable que en EEUU se había exhibido un filme de los
Jíbaros (“Los jíbaros exhibidos en Estados
Unidos”. En: El Día. Quito, sábado 6 de abril, 1929. p. 1.).
Antes de que se lograran los avances como el sonido
integrado a los filmes y las películas a
color, músicos como José Ignacio Canelos (Imbabura, 1898-1957), Luis Humberto Salgado (Cayambe, 1903-1977) y Julio
Cañar (Baños, 1898-1986) en la capital se desempeñaba como acompañistas de cine. Tocaban
trozos de música de diversos autores (generalmente música europea o de moda) o
improvisaban según el acontecimiento de la película.
Lo más llamativo de esto resulta cuando en los
años 30’s se hicieron “películas musicales”, aunque sin sonido. Es el caso de Guayaquil de mis amores, producción que
tenía como fuente el título de un pasillo creado por Nicasio Safadi y
texto de Lauro Dávila. Así mismo, se presentaría La divina canción, título de un nocturno
del cantante y compositor Enrique Ibáñez Mora.
Cuando la película Guayaquil de mis amores se estrenó en Quito, en el “Teatro Sucre”
se contrataron 20 ejecutantes para que “sincronizaran” la música del pasillo Guayaquil de mis amores cantado por un
dueto quiteño.
Anuncio que apareció en un medio de prensa quiteño, 1930. |
A mediados del siglo XX llegó el momento para
dotar al cine ecuatoriano de sonido. En 1950
se promocionaba “la primera película parlante quiteña”. Se trataba de la
producción Amanecer en el Pichincha
(pasión andina) de Ecuador Sono Films.
Una tragedia amorosa dirigida por Alberto Santana (1899-1966), cuyo fondo
musical habría sido puesto por la Orquesta de Luis Aníbal Granja y contaba
además con la actuación de la agrupación Los Trovadores de Quito (Jorge Ayala,
Ernesto Rodas y Guillermo Quirola). De aquí para adelante los músicos que
actuaban en los teatros acompañando las películas mudas fueron desplazados y desde
entonces el cine y la música se conjugaron en uno para ser lo que conocemos
ahora como audiovisuales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario